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martedì 15 settembre 2015

Putin ha decretado la quema de productos procedentes de “países enemigos” en Rusia

Monika Zgustova 15 SEP 2015 - 00:00 CEST. EL PAIS

De pequeños nos enseñaron a acabarnos todo lo que teníamos en el plato: “¡La comida no se tira, niño!”, nos adiestraron los padres, amaestrados, ellos, por sus propios padres o abuelos que habían experimentado una de las guerras o posguerras europeas. El respeto a la comida, que iba heredándose de generación en generación, tiene su punto álgido en Rusia, cuya historia del siglo XX podría trazarse a base de hambrunas: desde la de Ucrania, pasando por la del cerco de Leningrado, hasta las variadas aunque menores de la era Yeltsin. Es por eso que en Rusia el alimento ha adquirido el estatus de materia sagrada.
En la actualidad, los que más sufren el hambre en Rusia son los niños en los orfanatos, además de los ancianos. Durante mis recientes visitas a las capitales rusas observé con inquietud a los abuelos que, para ganarse unas monedas, ofrecían en la calle ramilletes de flores marchitas recogidas en el campo.
Este es el ambiente en el que cayó la noticia, hace unas semanas, de que Vladímir Putin había decretado la destrucción de la comida que había entrado en Rusia de contrabando procedente de los países “enemigos”, o sea, de los que impusieron sanciones económicas a Rusia tras su anexión de Crimea y el conflicto bélico en Ucrania. El año pasado, cuando Putin declaró que, como respuesta a las sanciones occidentales, debían convertirse en autosuficientes en cuanto a su alimentación, “como un oso ruso que se alimenta de las bayas del bosque que le rodea”, los rusos acogieron su metáfora a regañadientes. Sin embargo, el decreto sobre la destrucción de los alimentos, acompañado por fotos y vídeos enseñando enormes incineradoras quemando comestibles, fue la gota que colmó el vaso.
En su artículo sobre lo sucedido, publicado en The New Yorker, la periodista rusa residente en Estados Unidos Masha Gessen, autora, entre otros libros, de una bien documentada biografía de Putin, cuenta que la propia madre del presidente estuvo a punto de morir de hambre durante el cerco de Leningrado (1941-1944). No se sabe si su hijo se acordaba de ello mientras dictaba el decreto incendiario. Según observa Gessen, desde el 6 de agosto, día en que el decreto entró en vigor, se han destruido centenares de toneladas de comida, fundamentalmente carne de cerdo, queso, nectarinas y tomates. Masha Gessen concibe como una obscenidad los vídeos que se han grabado y hecho públicos sobre la destrucción de los comestibles. Sin embargo, Gessen percibe signos de que esta vez los rusos no están dispuestos a dejar pasar ese insulto a su sensibilidad: centenares de miles de personas han firmado una petición reclamando al Gobierno que, en vez de destruirlos, reparta los alimentos prohibidos entre los pobres.
La respuesta de las autoridades no se ha hecho esperar: acabo de leer en la prensa rusa oficial que las autoridades están estudiando no solo el historial de los firmantes, sino también las medidas que tomarán contra los organizadores de la acción de protesta. Cosa que convierte a cada uno de los firmantes de la petición contra esa última infamia del presidente ruso en un pequeño gran héroe.

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