Quienes se sienten desmoralizados con la construcción de la Unión Europea deberían ir a Ucrania; verían cómo este proyecto concita una enorme ilusión en muchos millones de ucranios que ven en la Europa unida la única garantía de supervivencia de la soberanía y la libertad que conquistaron con la gesta del Maidán contra el Gobierno corrupto de Yanukóvich y que hoy amenaza la Rusia de Putin, empeñado en la reconstitución del imperio soviético (aunque no se llame así). Verían también la serenidad estoica que muestra una sociedad invadida por una potencia extranjera, que se ha apoderado ya de la quinta parte de su territorio, y cuyas fronteras orientales, donde mueren a diario más voluntarios de los que indican las estadísticas oficiales, siguen transgrediendo centenares de blindados y millares de soldados rusos.
“Doscientos tanques sólo en los últimos dos días y, con ellos, unos 2.000 militares, sin sus uniformes”, me precisa el presidente Petro Poroshenko, en el gigantesco y pesado edificio que ocupa, y que fue construido para el Comité Central del Partido Comunista de Ucrania. “Rusia no respetó ni un solo día el acuerdo de paz que firmamos en Minsk. Pero la invasión rusa ha servido para unirnos. Ahora, el 80% del país rechaza la intervención y está dispuesta a pelear”. Habla con mucha calma, en un inglés cuidado —es un industrial próspero, rollizo y amable y todo el mundo conoce sus fábricas de chocolates— y está convencido de que Europa y Estados Unidos no permitirían la ocupación colonial de su país.
Se dice que entre el presidente Poroshenko y su primer ministro, Arseni Yatseniuk, hay diferencias, pues este último sería más radical que aquél. Conversando con ambos, por separado, apenas las noté. Ambos creen que la agresión rusa continuará y que Ucrania, para Putin, es sólo un primer paso en su desafío al sistema democrático occidental, al que percibe como un adversario esencial de Rusia y del orden autoritario e imperial que preside; y que, en las actuales circunstancias, el jerarca ruso se siente envalentonado por la impunidad con que ha actuado creando los enclaves prorrusos de Georgia —Abjasia y Osetia del Sur—, apoderándose de Crimea e infligiendo una humillación al presidente Obama en Siria, saltándose alegremente, sin el menor perjuicio, las “líneas rojas” que éste estableció.
En lo que Poroshenko y Yatseniuk se diferencian es en que el primer ministro, raro hombre público, no trata de ser simpático a su interlocutor y habla con una franqueza cruda que cualquier político consideraría suicida. “Nadie va a ir a la guerra por Ucrania, lo sabemos de sobra. Ojalá que, por lo menos, nos den armas para defendernos”. Es delgado, calvo, con unas gruesas gafas de miope y, se diría, un asceta. Economista destacado, dirigió el Banco Central, ha sido ministro de Economía y rara vez sonríe. “No soy pesimista sino realista”, asegura. “Los zares, Lenin, Stalin, trataron de desaparecernos. Ahora todos ellos están muertos y Ucrania sigue viva. ¿Qué debemos hacer, pese a la desigualdad de fuerzas con Rusia? Luchar, no hay alternativa”. Piensa que si Ucrania cae, las próximas víctimas serán los países bálticos, Polonia, las otras “exdemocracias populares”. “Putin no puede dar marcha atrás, en Rusia lo matarían. Ha hecho tragar a su pueblo que todo esto es una conjura de la CIA y los Estados Unidos. Y, por ahora, los rusos le creen y están dispuestos a sufrir todas las sanciones económicas que les inflija el mundo democrático”. Estas sanciones están afectando seriamente a la economía rusa, pero Yatseniuk no cree que ello mermará la vocación imperialista de Putin. “Su principal objetivo no es económico sino político e ideológico”.
A la ciudad de Dnipropetrovsk, extendida a ambas orillas del majestuoso río Dniéper, han llegado en las últimas semanas más de 40.000 refugiados de las provincias orientales donde se combate. El alcalde me dice que esperan otros 40.000 en las próximas semanas. Aunque las migraciones forzadas por causa de la guerra son difíciles de cuantificar, la cifra de ucranios que han abandonado las ciudades y pueblos de la frontera debe haber ya excedido el millón. Para albergar este gigantesco éxodo hay una movilización ciudadana que apoya y a veces suple al Estado precario, que se va reconstituyendo a saltos luego del cataclismo que significó el desplome de la dictadura de Yanukóvich gracias al levantamiento del Maidán.
En la enorme plaza de este nombre hay fotos de todos los muertos durante las acciones. Hablo con varios líderes de la revuelta y el que me impresiona más es Dimitri Bulatov. Organizó las caravanas de automóviles que iban a hacer manifestaciones de repudio pacíficas ante las casas de los jerarcas del régimen y aseguró las comunicaciones rebeldes. Nada más comenzar las protestas fue secuestrado, en plena calle, por individuos que —supone— pertenecían a las “fuerzas especiales” del Gobierno. Durante ocho días fue torturado: le acuchillaron la cara, le cortaron media oreja y, finalmente, lo crucificaron. Sus verdugos querían que confesara que el Maidán era financiado por la CIA. “Les confesé todos los disparates que querían pero, aun así, estaba seguro de que me matarían”. Sin embargo, al octavo día, misteriosamente, sus captores desaparecieron. Ahora es ministro de Juventud y Deportes. Joven y jovial, luce sin la menor incomodidad su oreja cortada, su gran cicatriz en la cara y sus manos trituradas. Me informa con lujo de detalles sobre los esfuerzos que hacen él y sus colegas en el Gobierno para acabar con la corrupción, grande todavía en la burocracia oficial. Le pregunto si es verdad que, apenas liberado del secuestro, fue a pelear como voluntario a la frontera. “Sí, y mi mujer me dijo que si volvía vivo ella me mataría. Pero no lo hizo”. Su mujer, que está a su lado, joven, bonita y risueña, asiente: “Da, da”.
El Ejército ucranio que se enfrenta a los rusos ha renacido prácticamente de la nada; está conformado en parte por voluntarios y, dada la precariedad de los fondos de que dispone el Gobierno, existe en buena medida gracias al apoyo de la población civil. Julia, mi traductora, me cuenta que ella y sus hijos están encargados de las colectas en su calle para ayudar a los soldados y que, cada semana, van ellos mismos en vehículos alquilados a la frontera llevando las provisiones, mantas, colchones y dinero que permiten a los combatientes subsistir.
El único escritor ucranio que he leído, Mijaíl Bulgákov, se sentiría orgulloso en estos días de la resistencia y el heroísmo tranquilo de sus compatriotas. Él fue una víctima de Stalin y del régimen comunista que censuró casi todos sus libros; su obra maestra, El maestro y Margarita, sólo apareció en los años setenta, muchos años después de su muerte. En lugar de mandarlo al Gulag, Stalin tuvo el refinamiento de darle un trabajito miserable en el mismo teatro donde se habían estrenado sus obras más exitosas, como para que se muriera a pocos de nostalgia y frustración.
Voy a visitar su casa-museo en la bonita cuesta de San Andrés, donde hay una bella iglesia ortodoxa, pintores callejeros y quioscos llenos de camisetas con insultos contra Putin y rollos de papel higiénico impresos con su cara. La casa del escritor es pulcra, blanca, llena de íconos —sus seis hermanas y sus padres eran muy religiosos— y ahí están sus cuadernos de estudiante de Medicina, su título, sus libros póstumamente publicados que él nunca vio. Visitar esta casa, este país, aunque sea sólo por cinco días, me entristece, me alegra, me subleva. Una visita tan corta le llena a uno la cabeza de imágenes confusas y sentimientos exaltados. Pero de una cosa estoy seguro: los ucranios son ahora libres y a Vladímir Putin le costará muchísimo arrebatarles esa libertad
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